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Catedral

  • Foto del escritor: Alejandro Gómez
    Alejandro Gómez
  • 17 nov
  • 3 Min. de lectura

(Parte de La Constante de Abril)


En tu bóveda veo las figuras de nuestra historia compartida, pintadas como frescos de nostalgia y acuarela. Nos veo compartiendo risas, abrazos y miradas cómplices que creíamos atrevidas y terminaron siendo tiernas. Ese techo absoluto donde un ser divino pintó nuestros recuerdos con pincel y amapola.


Entro en tu catedral con reverencia absoluta, como quien contempla lo sagrado en una mirada y resiste su reflejo con serenidad. Tus muros que, sin saber lo que pasa afuera, han resistido los embates del tiempo para posar con orgullo y gloria por la resistencia al deterioro y la adversidad.


Aquí no hay bancas de madera en el piso, porque sabes que no me arrodillaré para pedirte un milagro. Ambos sabemos que el que yo sea corpóreo y tú etérea, no hace que esta divinidad nos coloque en planos diferentes en nuestro mútuo y secreto acuerdo. Aquí, en la realidad de una comunión anunciada con siete meses de anticipación, tú y yo sabemos que, aunque contemple tu gloria, entraremos como iguales al reino de los cielos, un paraiso que huele a equilibrio, consciencia y entendimiento.


Que abra el cielo su puerta dorada y resuenen las trompetas de Miguel Arcángel, porque nos encontraremos en la luz renovada de tus caderas. Y que San Pedro sea testigo de la caricia atrasada de tanto tiempo, que cruzará apenas rozando tu mejilla izquierda. Que un coro de ángeles y serafines sea testigo de que un silencio de dos segundos en nuestro saludo puede ser más grande que ciento ochenta aves maría y cinco días de rosarios rezados con solemnidad.


En la catedral de tu gloria, donde entro poco a poco, no hay misa de domingo suficiente para que alguien entienda el sentido de la vida si no es compartirla, tranquila, contigo. Aquí dentro no hay guerra, y tampoco órganos que toquen ecos en nuestras manos entrelazadas y unidas. No hay fuego de infierno, pero sí calor sereno cuando veo que te me acercas. No hay aureolas, pero sí auras de amor y alas batiéndose al vuelo en su rumbo a la eternidad.


En el templo sagrado de tu mirada que se expande como una plegaria, me encuentro sin perderme en el camino. Y aunque tiemblo de amor y nervios, soy un ser sereno que acompaña y cuida cada uno de tus muros, de tus ecos, de tus altares, confesionarios y cada una de tus capillas.


Que suenen las campanas de las doce, que por una ecuación divina nos volveremos a encontrar en la arquitectura de tus laberintos, en los ecos y los diezmos de tu ser divino, que —por predicción bíblica— tus miedos más secretos saldrán a la luz de este templo para no ocultarse nunca más.


Tu iglesia sabrá que afuera no hay política ni riesgo de caída. Que yo, con mi humanidad más tranquila, cuidaré de tus santos y tus pinturas, del dorado de la copa, de tus feligreses y monaguillos y protegeré la comunión de los dos lunares que no sabes cuanto amo en secreto.


La gloria no estará en las figuras talladas en madera, ni en la altura de los techos, ni en los lienzos de tu ropa, o en los vitrales dorados de tu cabello, sino en la sagrada comunión de encontrarnos sin miedo, después de haber librado una guerra divina que se desató en medio del silencio e hizo que nuestra historia fuera celestial.


Porque incluso con las puertas cerradas, la luz encontrará su camino entre las rendijas de vuelta a esta catedral.


 

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