El número perfecto
- Alejandro Gómez
- hace 2 días
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Parte del proyecto "La constante de Abril"
Encerrado en un laboratorio invisible, llenó los bolsillos de su bata con cifras y ecuaciones que iba acomodando cuidadosamente en una pizarra blanca, junto a una mesita donde tenía una taza de canela caliente, tres marcadores y un tazón lleno de incertidumbre.
Había pasado meses buscando, entre el misterio de los signos y el romance de los números, la rendija exacta donde se esconde la certeza absoluta: el número perfecto, aquel que traduce al plano humano el secreto del sagrado cien por ciento.
Con cincuenta y cuatro lupas distintas que limpiaba cada noche, se acercaba a pequeñas comas, puntos, gramática, lógica y aritmética; a deltas, constantes y variables que registraba con la paciencia de un gusano de seda.
En la retórica de los teoremas y las fórmulas, metía cada una de las palabras antes dichas, y trataba —con la precisión de un poema— de redactar, en lenguaje matemático, la prosa y la pose, el tono y el color con los que ella pronunciaba cada sílaba. Todo correcto, todo ordenado: las variables debían estar ligadas en función y forma precisa para encontrar el secreto que la humanidad había buscado desde el principio del tiempo y que se traducía en certeza.
Entraba cada mañana a su laboratorio armado con espejismos e ilusiones de reencuentro que, en octubre, también se disfrazaban con justificaciones cíclicas. Él sabía que, en realidad, eran emociones en traje de noche. Las calculadoras llenas de números se escondían entre papeles con registros, porcentajes, calendarios, curvas, parábolas e hipérboles emocionales de deseos profundos y prosas escondidas.
Sin ironía, extrapolaba con armonía y esperanza cada hilo transparente que lo unía con la posibilidad de encontrar esa constante. Y una serie de hilos pronto se hicieron cuerda, que comenzó a hacerse fuerte, y él la tomó con todas sus fuerzas para no morir de esa dulce agonía, porque su más grande miedo era dejarse arrastrar por la corriente de lo que no controlaba ni entendía.
Su bata blanca se mojó en el río de la terrible incertidumbre, y él, aferrado a la cuerda, buscaba anclar su deseo del cien por ciento para encontrar piso y norte. Pero por más que calculaba y ordenaba números, el río lo arrastraba un poco más cada día.
Cada noche, una nueva teoría venía a visitarlo; la registraba en la bitácora, a un lado del buró, bajo la lámpara amarilla de nostalgia, justo en el espacio que dejaban el insomnio y la melancolía.
Y, de nuevo, incansable, entraba cada mañana al laboratorio esperanzador de la matemática y el suspiro con una nueva teoría.
Pasó noches y días debatiendo con gises y signos, hasta que encontró su número máximo: ochenta y seis por ciento.
Lo usó como ancla y amarró la cuerda hecha de cientos de finos hilos transparentes.
Toda su fuerza científica, por más precisa que fuera, no podía pasar de ese absoluto: ochenta y seis.
Eso era mucho, pero no era suficiente.
Sin entender qué pasaba, comprendió que el lenguaje de la divina potestad no se traduce en números.
No hacía falta ser creyente para darse cuenta de que una catedral tiene voluntad propia, y que, en la ceremonia del bautizo, su nombre secreto es libre albedrío.
Ese maldito que rompe todas las ecuaciones.
El libre albedrío desestabilizaba su vida entera y jamás le permitiría llegar al número perfecto.
Destrozó su laboratorio.
Rompió sus cálculos y sus calculadoras.
Maldijo las variables, porque en la matemática perfecta del amor no puede existir certeza absoluta.
Y aunque toda su vida se vino abajo por no poder equilibrar el número que definiría su destino, fue capaz de perdonar sin ira, a la variable de Dios, porque entendió que sin libertad absoluta no hay amor pleno, ni posibilidad de abrazar en plenitud, la vida.
El número de Dios lo castigaba solo en su mente, porque en el fondo sabía que solo tenía que soltar el ancla y dejarse llevar por el río.
Ese catorce por ciento que no podía controlar era el alfa y el omega, la divinidad y la cuadrática perfecta.
Se rindió ante la imposibilidad de saberlo todo, porque comprendió que no todo debe hacerse lógico en esta vida.
Y soltó su brazo, rompió el ciclo, se dejó llevar por la corriente, miró hacia arriba y se llenó de amor.
Deseó reencontrarse con ella sin números, sin cálculos, sin estadísticas.
Y aceptó, con paz absoluta, que el trabajo de su vida dependería de dos voluntades libres que, en equilibrio perfecto, decidirían si se elegirían.
Y comprendió, al fin, que ninguna catedral se conquista: solo se entra, si ella, en su misteriosa gloria, decide abrir sus puertas.
