Rosas y elotitos preparados
- Alejandro Gómez
- 6 nov
- 3 Min. de lectura
(Parte de la Constante de Abril)
Mientras caminaba por la calle, le llegó un extraño aire, como quien recibe una visita inesperada en casa y abre la puerta: un aire que venía de cerca, pero que parecía haberlo estado esperando. Con el aire, una sonrisa que tampoco sabía de dónde venía. La sintió darle vueltas al cuello, subirle por la mejilla y entregarle un perfume sereno.
Fue una tarde llena de símbolos. Los encontraba en las grietas del cemento mal puesto, en las rendijas de las alcantarillas y hasta en una basura improvisada que levantaba vuelo desde el paso acelerado de un ciclista distraído, buscando consuelo en su trayecto. Se notaba una esponja en las nubes blancas sobre un cielo que empezaba a mostrar su melancolía derramada en los techos viejos de una fábrica que hacía mucho había dejado de funcionar. Había una belleza inadvertida que nadie volteó a mirar. Pero él la presentía.
Habían sido semanas o meses que él sintió como años, y sus pies —que habían sido de plomo y de mancuernas— empezaron a sentirse ligeros. Por un momento alcanzó a ver una luz en el pecho que le prometía un anochecer sereno, de esos que había olvidado en la vieja mochila del rincón del clóset, donde guardaba chucherías y papeles olvidados.
Esa tarde había algo distinto. Un mensaje escondido en las prendas que empujaba una señora con sus bolsas, en las rampas gastadas de las banquetas, en ese tope chueco donde el amarillo de la pintura hacía años ocultaba su viejo brillo, y en la servilleta que se le cayó a un señor de la bolsa y giró veintisiete segundos sin que nadie la viera.
Aquella tarde que nadie parecía notar, pasaba tranquila en medio de tanta prisa, de las bocinas desafinadas de los camiones atiborrados y del leve crujido de una hoja seca que se estabas quebrando. Esa tarde —esa exacta tarde— era especial. Y sólo él podía notarlo.
Había pasado tantas veces por el mismo sitio, repitiendo los mismos pensamientos, y de pronto, con una serenidad divina enviada por la sagrada providencia, pudo abrir los ojos como quien se quita una venda que lo ha cegado por demasiado tiempo. Sintió sus pies despegarse dos centímetros del pavimento para descubrir, en ese mismo lugar, nuevas perspectivas.
Vio la vieja escalera amontonada de historia e imaginó a un par de enamorados dando su primer beso. El puesto chueco y oxidado dibujaba una silueta en su sombra que pasaba inadvertida, y él recordó cuando probó por primera vez un chocolatito que le dio su abuela una mañana de domingo.
El corazón dio un vuelco. Parecía que era su esternón el que latía con fuerza, como si hiciera esfuerzos por no salírsele por la espalda de tanto amor y tanta belleza que había pasado de largo: las hojas de otoño juntándose para contarse sus secretos, la música lejana de un viento perdido entre una ciudad que nunca calla, el viejo cerro a lo lejos donde aún quedaba verde un puñado de árboles viejos resistiéndose al tiempo.
Y en medio de esa absurda revelación traída por un aire extraño —más hechicería que casualidad— se dio cuenta de lo que es, en realidad, la vida:un maravilloso camino lleno de manchas en el piso que importa más que el lugar al que lleva ciento veinte momentos invisibles repartidos detrás de la nuca —que nunca podrás ver si no te detienes un momento—,y un amor inevitable que se esconde en un extraño aroma a rosas y elotitos preparados.




Comentarios