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Soledad García

  • Foto del escritor: Alejandro Gómez
    Alejandro Gómez
  • 27 oct
  • 12 Min. de lectura

Actualizado: 29 oct

(Homenaje a Juan Rulfo)


De verlo se le revolvían a uno las tripas. Mamá decía “mijo, es la ley de la vida”. Pero yo nunca deje de tenerle asco a ese momento. “Es la ley de la vida” me decía. Papá grande tomaba por las patas los conejos y les torcía el pescuezo. Entonces yo me volteaba simulando que no veía. Allá en la sierra era tan ordinario despescuezar como el sol en el desierto. Y a mi me quedaba un seco en la garganta como si me hubieran metido mecate amarrado de nudo y me quedaba así, con las gotas en los ojos sin poder caer siquiera.

 

Lo que me daba paz era Soledad García. Siempre me gustó desde que éramos chamacos y me veía y la veía yo a ella. Me gustaba jalarle las trenzas pa que llorara, pero luego me arrepentía. Muchas veces Eréndira María (su mamá) me correteó por medio pueblo con una de esas cintas de cuero. Dos o tres veces me agarró y me puso la piel colorada colorada. Una vez me sangró. Pero al otro día ya estábamos jugando como si nada Soledad y yo.

 

Por las noches me salía y veía al cielo pelón que de repente se empezaba a manchar de puntitos blancos. Solo era cosa de acostumbrar la pupila y entonces se veían figuritas. Cuando tuve oportunidad me llevé a Soledad conmigo y nos acostábamos solitos a ver el cielo. A ella no le importaba mucho y yo le señalaba con el dedo “ahí está una víbora panzona”, pero ella se quedaba dormida. Ya de repente la despertaba yo y ella se iba.

 

Y cuando el tiempo pasó ya no veía a Soledad con los mismos ojos. “Se te va a caer la mano” me decía mamá cuando me veía la mirada perdida pensando en Soledad García. Decía que el chamuco me andaba tentando, pero a mi lo que me pasaba era que el cuerpo se me llenaba de nervios enredados, como si me corrieran hormigas por dentro cuando la imaginaba caminar. Y me quedaba con el pecho apretado, esperando que las hormigas se fueran y que se me calmara el pensamiento.

 

El día que papá grande se murió, vi tan triste a mi familia que me dio por sentirme desdichado. Y entonces cuando le aventaban los montones de tierra encima me acordaba de cómo despescuezaba a los conejos. Por un momento me imaginé que alguien se le acercó y le hizo lo mismo. Pero mamá me dijo que namas se le paró el corazón. “¿Qué puedo hacer para que el corazón no se me pare?” le pregunte. Y mamá dijo “portarte bien”. El miedo de mis doce años me hacía querer que me siguiera latiendo el corazón. Es por eso que me regañaba yo solito cuando me venían esos sueños con Soledad García. Pero mi corazón no se detenía por ella sino al revés, se aceleraba. “Coreh, coreh” repalpitaba pa dentro cuando la veía.

 

Mi tío Sabadino me llevó como a los trece con una de esas mujeres que dizque lo hacen a uno hombre. Me llevó a la entrada de la casa descarapelada ocultada en un rincón del pueblo. Entonces llegó una doña sonriente con lápiz labial mal pintado y me jaló de la mano. Cuando subía las escaleras oí al tío Sabadino reír a carcajadas y juntó a él un par de señores que me gritaban quien sabe que tantas cosas.


Y cuando estaba arriba de ella solo me acordaba de los puntitos blancos en las noches que Soledad se dormía a mi lado. Entonces me aceleraba y la mujer esa gritaba cada vez más fuerte como queriendo cantarle con gemidos a todo el pueblo. Yo solamente me movía como por inercia pero esa noche, con los primos y con el tío, fui el más celebrado.


“No se porque te niegas a matar conejos”. Mamá me regañaba cada que podía. “Si eso es lo que quería tu abuelo”. Nunca quise probar la carne de conejo. Yo desde chamaco me arrodillaba y los cargaba. Ellos y yo nos hacíamos compañía. Y de repente llegaba papá grande y me lo quitaba “ven, horita te enseño”. Entonces los ojos rosados se le volteaban al conejo, junto con toda su cabeza y se quedaba ahí colgado del puño del abuelo. Ya luego prefería no acercarme a los conejos porque sabía que el estar con ellos era condenarlos a terminar con la cabeza chueca.


Siempre soñé con irme del pueblo. Vivir de otra cosa, no sé; a lo mejor estudiar o algo. Pero siempre me decían que eso no era pa mi, que estudiar no servía. Y como todos pensaban lo mismo en el pueblo pos nadie estudiaba nada. La escuela de dos cuartitos siempre estuvo sola. Nunca ví a nadie sentarse en los huacales de ahí adentro que solitos se fueron desbaratando. Una vez vino una señora de otro lado. Sus vestidos decían que venía de lejos y cuando llegó recién al pueblo buscando a un tal Pedro me preguntó si estudiaba. Tendría yo como siete años y le respondí que no conocía que era eso. Entonces me dijo que en una escuela le enseñan a uno cosas de todo tipo. Que le enseñan a hacer las cuentas y que aprendíamos historias. Recuerdo muy bien el rostro de esa señora. Se me quedó pegado como yema de huevo cuando me dijo: “te puedo llevar a estudiar a otro lado”. Y yo quería, pero mi Soledad García no podía quedárseme sola.


Una noche ya más creciditos, nos escapamos ella y yo y quise apretujarme con ella. “no, pa eso hay que casarnos” me dijo. Y a mi eso de matrimoniarme siempre me dio miedo. En mi pueblo la gente se arrejuntaba ya a eso de los quince años. Y yo a los catorce no quería ni pensarlo. Así que me quedé con las ganas de juntarle mis labios a Soledad García, que luego de esperar a que le dijera algo, se desesperó y se fue corriendo.

 

Ya pa cuando el maíz estaba alto, no la veía. Se empezó a acercar al hijo del vicario, un tal Victoriano, que namas de verlo me encabritaba y me daban ganas de partirle la cabeza. Pero no hacía nada. Pa pelear, nunca fui bueno. “Eres un mariquita” me decían. “Se te van a caer las manos”. Nunca me gusto darle de golpes a otro. Una vez lo intenté y terminé todo roto de la nariz. Recuerdo que sentía un dolor pesado pesado en mi cara, que la respiración se me calentó y que mis manos se pusieron rojas por agua colorada que me salía a chorros. El aliento se me hizo tibio y todo se movía lento. Entonces mamá me curó mientras me regañaba “lo hubieras pateado”. Desde entonces prefiero no levantarle la mano a nadie. Si ya con una vez la nariz se me hizo de bulto.


Muchas veces pensé que eso era lo que no le gustaba a Soledad. Me veía como queriendo que no me diera cuenta. Pero aunque uno vea pa otro lado, una mirada que lo ve a uno se siente. Y me calaba duro cuando ella esperaba a que me volteara y me veía la nariz abultada. Nunca me dijo nada pero yo se que quería decirme algo. Y yo también le quería decir que me gustaba más que el amanecer atrás del cerro que pintaba de verdes y dorados toditos los sembradíos. Pero no se lo decía, me sentía como apretujado por el pecho, y el aire se me iba faltando. Entonces era mas fácil guardar la voz pa otra cosa e así ir descansando poco a poco, hasta que llegaba a casa todo arrepentido, pero igual no hacía nada. Solo me ponía a imaginar a Soledad viendo el cielo a mi lado.


Una noche vi una de esas bolas rojas que vuelan por los cerros, que decía mamá grande cuando vivía quesque eran brujas. Y me quede todo quieto cuando la vi moviéndose allá a lo lejos. Entonces me acordé de la abuela que me decía con sus ojos apretados por las arrugas “si ves una bola de esas que están llenas de fuego, córrele rápido mijo”. Pa entonces ya llevaba adivinadas como seis figuras de animales nuevos y tenía los ojos como cansados. Y mis ojos cansados me cansaron todo el cuerpo. Así que no corrí y esperé a que me pasara la bola roja esa por un lado. A la otra mañana se escuchó un lloriqueo que pasaba por encima del cacaraquear de las gallinas y el canto de los gallos. Y luego se ahogaba en un lamento que no se escuchaba pero se sentía rete harto. “Magdalena ha desaparecido” dijo la doña. “De ella no quedaron ni los huaraches”. Entonces yo supe que era la bola de fuego que había venido por ella. A veces quería que viniera por mí y me llevara lejos. Pero aunque se la pasaba con Victoriano, yo no podía olvidar a mi Soledad García.


Ya con catorce años, a Soledad se le adivinaban los pechos por las curvas de su vestido arriba de las costillas. Y de verla no me cansaba, tirado en alguna pared descarapelada. Por las mañanas me levantaba tempranito sin que nadie lo supiera y me iba a la esquina pedregosa por donde ella pasaba para abrir la fondita. Y no nomás los bultos del pecho se le adivinaban. Cuando iba ya lejos se le veía el contonear que arrastraba sus vestidos pa un lado y pal otro.


Cuando le conté mis cosas al párroco, parecía indignarse y me ponía rece y rece toda la mañana. Por eso me aburrí de eso que se llama religión. Se me hace muy extraño eso de ver a un muerto colgado con los brazos estirados y todo sangrado. Si yo viera a alguien así en algún lugar me salgo corriendo que no me alcanza ni el diablo. Pero aquí se le reza como si Él nos escuchara y nos lo resolviera todo. Y también con Él intenté hacer que Soledad se me pusiera encima, que me entrara sin que yo me diera cuenta despacito en la cama para apretujarnos. Pero eso no ha pasado, y cuando voy a la iglesia nomas es pa que el padre me diga de cosas y me ponga rece y rece todo el santo día. Yo por eso desde hace tres semanas que no me paro ahí. Y entonces mi mamá se agarra como loca y me empieza a decir que soy hereje, que ya se me destapó el chamuco, que me voy a condenar. Y a mi me da igual. A estas alturas el estar en el merito fuego del infierno es casi como estar aquí arriba.

 

El calor de primavera se ha vuelto más duro que de costumbre, siendo que la costumbre es estar en cueros queriéndose quitar la piel como si fueran trapos. Pero no se puede. Apenas uno se deja ver tantito y luego luego van los reclamos. Así que me arremango todo lo que puedo de pies y de manos, y me ando con mis huaraches pa no dejarme los pies tostados. Luego me tiro al suelo. Y el suelo quema como su fuera una piedra del infierno que le pone negra la piel a uno. Y uno busca alguna partecita donde la sombra de los nogales le de un poco de fresco en el suelo. Y si se pone el sombrero de lado, se está más a gusto. Eso es claro, hasta que llega alguien refunfuñando y le espanta a uno el sueño. Y el sueño se disfruta mucho cuando nadie lo ve, cuando se deja caer pesado por los ojos pesados pesados, y van poniendo todo borroso hasta que de plano, todo se pinta de negro.

 

A veces no sueño cuando duermo, y cuando sueño, se me aparece mi Soledad querida. Nomas que en mis sueños ella si se me acerca. Es por eso que a mi me gusta tirarme de espaldas con el sombrero de lado pa quedarme disfrutando de mi Soledad García. Muchas veces me resistía a levantarme pa hacer algo, y me quedaba por un tiempecito de más con los ojos cerrados. Pero entonces llegaba mamá diciéndome de cosas, enojándose y maldiciendo. Y lo que me ponía de malas es que las decía tan alto, que a mis sueños se le metías los gritos desafinados. Entonces no me quedaba más que pararme, y pa no hacer más corajes me iba luego luego.


La gente no entiende el poder que tiene un buen sueño. Solamente Soledad me entendía en eso. Siempre fue rete dormilona. Me acuerdo que siempre le ganaba el sueño. Nomas que a ella no le gritaban tanto para dejarle las orejas zumbándole a uno. Mamá siempre tuvo la voz aguda, y con sus gritos se le agudizaba más. Parecía que cuando me decía de cosas alguien le estaba matando a un chivo por dentro y le salía el llorar por la garganta. Pero no. Los animales se matan acá afuera, en la crueldad que le da de comer a uno de a diario.

 

Algunos viven del suelo. Y eso me gusta más que andar matando. Aquí solo se puede ser arriero, ganadero, campesino y matón de conejos. Algunos salen y traen cosas al pueblo. Y las venden en una de las tres tienditas con sus huacales amontonados. Los demás cambiamos lo que podemos. Yo cambiaría mi cama que quiero tanto por un rato con Soledad García. Pero no me conviene por el momento. Porque ella todavía se me niega y si le doy mi cama me quedo sin cama y sin ella.

 

Debería de tener alguna forma de salir de este pueblo, para irme bien lejos donde pudiera aprender alguna cosa nueva y no tener que levantarme a arriar borregos. Pero no puedo. Los que vivimos aquí nunca nos vamos a otro lado. Aquí nacemos, aquí trabajamos toda la vida pa comer y cuando no podemos comer más, nos morimos. Y los retoños hacen lo mismo. Así que me cuando me toque retoñarme en un chamaco que siga mis pasos, al menos le enseñaré lo bonito que se ve el cielo todo pecoso por las noches cuando se le mira junto al lago. Aquí es de los pocos placeres que le pueden haber a uno.

 

Ahora me pongo a pensar en todo eso. Y veo que los placeres de la vida son demasiado caros. Uno tiene que andar matando conejos y de arriero pa poder seguir vivo por las noches donde el cielo se hincha de puntitos blancos. O pa tener el sueño de desposar a Soledad García. Y yo quiero.

 

En uno de esos sueños que me hacían amanecer todo colorado, Soledad se me acercaba cuando yo estaba recostado encima mero de una sombra de nogal. Se me acercaba arrastrando. Y arrastrándose llegaba a un lado mío, y se daba la vuelta pa ponerse frente a mi. Pero yo no me movía. Yo la dejaba que ella hiciera todo. Y ella se me arrejuntó cerquita cerquita, hasta que le podía oler el jazmín del cuello. Y luego no podía ni enfocarla así que mejor cerraba los ojos. Me acuerdo que estaba yo pensando en agarrarme a darle de besos. Y entonces llegó como siempre el llorar del chivo que mataban dentro del pescuezo de mamá. Y a mi me dio mucho coraje. Ni siquiera pude acercarme tantito a los labios de Soledad, por la lata del griterío. Alguna vez se me salió decirle algo por lo enojado que estaba, y entonces mamá entristeció primero y luego se puso más gritona. “Te voy a lavar la trompa con agua de salitre” me dijo. “Y si no te agarro a trancazos es porque eres mi único hijo, y yo tu única madre”.

 

Siempre me sentí muy solo. Los hijos de Prudencio y de Sepiriano que eran como de mi edad se entretenían en cosas muy diferentes. Yo prefería dormir que andar pateando cosas, pa despertarme en la noche y ver al cielo pecoso. Y la soledad en el pueblo de Santa Cecilia cala bien duro. Porque no hay pa donde correr que no lo regañen a uno. Por eso me acostumbre a hablar yo solito. Luego me veían y pensaban que además de chato estaba loco. Porque me iba contando cositas cuando caminaba arreando al ganado. Mamá seguía pensando que traía al chamuco por dentro y que con él platicaba de cosas. Pero yo le decía que platicaba conmigo. Nunca me creyó. Me acuerdo que fue con el padre pa que me hiciera algo. Que me diera agua bendita o que me encerrara en la iglesia. Y el padre preocupado me llevó una semana entera con él. Yo lo ayudaba a barrer y a acomodar las figuritas de los santos. Y en esa semana me quede todo quieto pa salir de ese encierro de figuras de batas largas y un Cristo colgado. Así que al cabo de la semana todos creyeron que estaba curado. Pero yo nomas me porté bien, pa salir y ver a Soledad.

 

Hoy que esos días de encierro terminaron hace como un año, me acuerdo lo bonito que fue irme en la noche como si fuera la primera vez. De mi casa era bien fácil escaparme sin que se diera cuenta nadie. Mamá dormía a ojo pelado y sus ronquidos pasaban muy por alto al rechinido de la puerta. Y entonces me salía con el fresco de la noche pa hacer lo que yo quisiera. Y me salía a quedarme tirado calentándole el lugar a mi Soledad.

 

A sus ojos les gustaba brillar cuando bajaba un poco la cabeza para verme, casi opacando el resplandor su porcelana morena. “Eres muy bonita” - con mis ojos le decía. Y mis labios en vez de andarle cantando cosas de esas que les gusta rete harto a las mujeres namas se apretujaban como teniéndole miedo. “Ya” me decía ella. “Ya déjame de molestar”. Y es que me le quedaba viendo que hasta el habla se me entorpecía. Su cabello le brillaba cuando el sol estaba en lo alto, casi tanto como le brillaban esos ojos negros. Y cuando se le doblaba el vestido, se le alcanzaban a ver dos lunares ahí justo donde se encuentran el pecho y el cuello. A mi se me daba un temblor raro que me obligaba a mirar pa otro lado. Pero donde si la veía sin voltearme era cuando dormía a ojo pelado. En mi sueño su piel me sabía a chocolate salado. A lo mejor porque cuando me acercaba pa ayudarla con algo, le veía gotitas que le salían del cuello, como raíces que se van dando entrada la mañana y como una mano que amanece sembrando.


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